miércoles, 10 de abril de 2013

JOAQUÍN VIDAL, MAESTRO.



Afición

A pocos años de su desaparición, apenas 11, parece que el mundo del toro se alejó siglos de él. Similar cosa sucede con el maestro Navalón. El periodismo taurino no es crónico, sino remedo de poético, y menos que poético, cursi y prepagado. Las pobres voces disonantes son tachadas de inmediato, acusándolas de sentir placer con el hecho de amargarse al criticar el estado lamentable o artificial de la tauromaquia actual, como dijera un tal Paco Mora.  Sea suficiente un ejemplo reciente: todas las crónicas de los medios taurinos  relevantes, por tumultarios y no por masivos, se pusieron de acuerdo para mentir de manera indecente con respecto a la estocada de El Juli a su segundo en la pasada corrida de Resurrección, hecho que con maestría de género, desmiente Vazqueño de Dominguillos aquí. 

No por otra cosa, me permito una selección de esa clase de textos que le quitan el sueño a Simón Casas,  para ilustrar el magisterio y la sobriedad de Vidal para escribir sobre tauromaquia. Lo poético no es lo cursi, sino lo musical y visual, por lo que esto debe servir como lección a más de un quemador de incienso que pulula en los medios. La amargura, si enseña, no es amargura, es enseñanza. Sin más, los dejo con la voz de Joaquín Vidal, que nos dejó hace 11 años, con lo que no pudo ver el indulto de Arrojado, la abolición en Barcelona, la muerte de los hierros duros en los mataderos, el exilio a Francia de los que sobreviven apenas a la tuberculosis y a la dictadura julista, y el terrible y amargo etcétera. Esto es Joaquín Vidal:

RETAZOS REVENTADORES DE SUS CRÓNICAS:
Ciertamente, quedaba un poco ridícula la imagen del torero poniéndose solemne y farruco con un toro que continuamente rodaba por la arena. El que hizo cuarto sacó trapío, romana y genio y con ese ya no se puso ni solemne ni farruco, claro está; antes bien, lo trasteó, intentó tres derechazos, volvió a trapacear perdidos el sitio y el pundonor, y se lo quitó de en medio.
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En su primer toro había dado una clamorosa manifestación de incompetencia, sólo comparable a la de Eugenio de Mora, falto de recursos con el tercer toro e incapaz, por tanto de domeñar su mal estilo.
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De noche, chispeando y con el peso del aburrimiento acabó la función. Sólo eso tuvo de bueno: que se acabó.
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Casta morucha: parecerá un contrasentido. Si a un toro se le atribuye casta no se le puede llamar morucho sin ofender a la lógica. Y al revés. Porque la moruchez es la ausencia total de casta. Sin embargo la licencia podría pasar. Ocurre como con lo de 'falta de raza', que se suele expresar en similares casos, aunque uno cree que aquí se entra en terrenos más discutibles. La raza es la especie animal que define y abarca al toro, sin dirimir si es de casta brava o lisa y llanamente descastado.
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La petición había sido escasa, claramente minoritaria, mas el presidente quiso practicar la elegancia social del regalo (no se sabe con qué derecho) y su desahogado proceder mereció airadas protestas.
Con ganado tan infame tampoco podía lucir, a pesar de lo cual se le apreciaron buenas maneras, un largo correr la mano en los naturales, con cierto aire a José Tomás, que -por cierto- no es mal modelo.
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El sexto toro le pegó a Jesús Millán una cornada en la cara posterior del muslo izquierdo, un peón se apresuró a hacerle un torniquete y ya estaba la oreja ganada. La plaza entera (un servidor se incluye) no le hubiese dado a Jesús Millán una oreja sino dos. Un torero herido impresiona mucho pero la sensación puede alcanzar proporciones dramáticas si le aplican un torniquete, porque produce ese efecto al convertirse en síntoma de que lleva un cornadón de caballo.
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Salió el toro de Madrid.
Parecerá una redundancia porque estábamos en Madrid, pero lo que se acaba de informar merece una explicación pues tiene su busilis.
Muchas veces en Madrid no echan el toro de Madrid. Muchas veces en Madrid lo que echan es a gusto del consumidor -o sea, el torero, si goza fama y caché de figura- y su gusto consiste en que le echen el toro de los pueblos y de las ferias y fiestas de España, ¡ole!
Vidal, el hipster.
El toro de Madrid se lo echaron a tres novilleros jóvenes e inexpertos. También manda bemoles el asunto porque al toro de Madrid lo caracteriza su seriedad y fortaleza, las dificultades y peligros que ambas características conllevan, y no deberían torearlos novilleros jóvenes e inexpertos sino diestros con edad, saber y categoría consolidada de figuras.
O sea, el mundo al revés.
Por eso el toro de Madrid (el legítimo) es ferozmente denostado por los taurinos. Aparece uno de esos y lo llaman zambombo. Hay aficionados de la nueva ola que pican y en cuanto ven saltar a la arena un toro de trapío lo llaman zambombo. Consecuentemente y en pura lógica, si es chico le auguran bravura y afirman que tiene cara de embestir. Cómo los engañan, angelicos míos.
El sexto derribó a la antigua usanza. Es decir, que se arrancó al caballo desde la distancia, metió abajo la cabezada mientras El Chispa le tiraba la vara en lo alto, apretó a puro riñón, llevó en vilo el caballo hasta la barrera y allí lo derribó provocando que el picador se pegara un tremendo porrazo contra las tablas.
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Los toros salieron en puntas; menuda sorpresa.
Decimos toros y la verdad es que tampoco conviene exagerar. Novillos, y gracias, o eso parecían. Novillos, además, chicos y flojos, de esos que sólo resisten una varita. O incluso la simulación de la varita, que consiste en que el picador la tira a la almohadilla dorso-lumbar (o por ahí) y en cuanto hinca un poco el hierro a manera de mordisco, la levanta raudo.
Toros de una varita y toros de un simulacro de varita, que se desplomaban después como si les hubiese caído un autobús encima, fue lo que se lidió ante escaso público en la corrida de la feria de San Sebastián de los Reyes, o Bella Easo formato reducido. Eso sí, en puntas.
Se lo había advertido a un servidor Miguel Ángel Moncholi, jefe de la sección taurina de Telemadrid, que retransmitía la corrida: "Los toros de hoy están en puntas". "No me lo creo", respondí. Y él: "¿Qué te juegas?". Y yo: "Lo que lleve en la cartera este señor" -que era el maestro Joaquín Bernardó, comentarista de la función televisada. Y en cuanto salió el primer toro o lo que fuera aquello (lo llamaban gato) pudo comprobarse que el amigo Moncholi estaba en lo cierto. Y éste cura se convertía en deudor.
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La versión de El Califa fue más contundente y pura en el sentido de que no dejaba para el final sino que asumía de principios el compromiso de interpretar los naturales, que constituyen la esencia y el fundamento del arte de torear. Sólo que aquello de cargar la suerte no lo intentó ni por casualidad.
A cada pase perdía El Califa terreno, dejaba escondida atrás la pierna contaria; y de esta manera, las sucesivas tandas quedaban reducidas al artificio del toreo concebido al revés. Los numerosos circulares por delante y por la espalda que añadió El Califa a su entusiasta muleteo, acabaron por redondear tanto el júbilo de los tendidos como la apabullante manifestación de tremendismo y mediocridad que lo había provocado.
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No vaya a creerse -por eso- que vivía San Sebastián de los Reyes acontecimientos como no recuerda la consumación de los siglos. Pero la tarde se iba dando amable, con tolerancia para la escandalosa becerrada que iba saliendo y continuos parabienes a los espadas de la terna, cada uno de los cuales se llevó una orejita tras sus primeras intervenciones.



¿Una oreja cada? Pues con otra, ya estaba conseguida la franquía de la puerta grande. Y pues los becerros habían contribuido al éxito dando facilidades, se les habría de unir en la apoteosis el mayoral.
Y, sin embargo, no volvieron a caer orejas. Lo que pasó en la segunda parte quizá sólo lo pudiera explicar la Sociología.
¿Empeoró la condición de los toros en la segunda parte? No empeoró, salvo uno encastado que le dio guerra a Luis Francisco Esplá. ¿Empeoró la calidad técnica o se esfumó la inspiración artística de los lidiadores? Tampoco. O sea que ya dirá la Sociología.
Claro que una impresión barruntativa de la afición veterana no estaría de más, a manera de aporte testimonial. Y la impresión barruntativa de la afición veterana sostiene que el público se acabó aburriendo; que la paliza de derechazos que le dieron los artistas en sus primeros toros tenían difícil aguante en sus segundos; que se cansó la gente de tanta contemplación y tanta monserga.
Porque no se vea cómo fue, qué límites alcanzó el pegapasismo de los meritados artífices. Debe excluirse a Luis Francisco Esplá, porque estuvo lidiador, banderilleó realizando con autenticidad las suertes, muleteó por derechazos y naturales con torería, mató en la suerte de recibir. Y se midió con la casta agresiva del toro cuarto, que le presentó problemas durante la azarosa y trompicada faena.
Contrario a lo que groseramente se dice, el maestro Vidal elogió en muchas crónicas a José Miguel Arroyo, Joselito
Se debe excluir a Luis Francisco Esplá, por los pelos, y si se hace abstracción de las caídas de los toros, cuya invalidez no podía casar de ninguna de las maneras con la esencia torera. Ahora bien, no puede haber condonación para Joselito y Enrique Ponce cuyo desaforado pegapasismo alcanzó caracteres francamente intolerables en lo que se refiere a la caridad humana.
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En la corrida no ocurrió nada. Nada de la nada, dijo el castizo y aún se quedó corto.
Lo que se dice absolutamente nada: eso ocurrió. Lo cual no es negativo del todo, francamente. La gente de a pie, como un servidor, no, pero la que es de estudio y filosofía, a la nada le saca partido. Sartre, sin ir más lejos; Nietzsche con él. Menudos eran. Se ponían a filosofar sobre la nada y les salía un frondoso jardín.
Entre quienes padecieron esta corrida quizá alguien señale un sucedido que cuestionaría el ya expuesto balance de la nada: un toro le pegó una cornada a un caballo. Y es verdad, si bien las cornadas a los caballos inocentes más valdría olvidarlas.
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La fiesta de los toros lo era del arte y del valor y la han convertido en una miseria. Toros cayéndose, como ocurría con los impresentables atanasios y el sobrero de Los Bayones, no se podían concebir salvo desde su manipulación fraudulenta. Toreros al estilo de Ponce con petulantes maneras, al de Manuel Caballero con desganadas formas, al de Eugenio de Mora desorbitando sus gestos voluntariosos, porfiando los tres para apenas sacar medio pase, pues los toros no tenían resuello para embestir, o volvían grupas para escapar a tablas cantando su condición de bueyes, componían unas imágenes lamentables indicativas de la ramplonería que caracteriza a esta fiesta.
La han reducido a la nada. Y a lo mejor éste es el momento de hacerla renacer de sus cenizas armando la revolución, caiga quien caiga. O dejar que desaparezca para siempre jamás.
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La faena de El Juli al quinto toro fue de una enorme emotividad. Uno de los derrotes que le tiró el animal le había partido el labio y ensangrentado, sin acusar para nada el pitonazo -que debió de ser dolorosísimo-, siguió toreando y arrimándose. Más que antes del percance toreó y se arrimó El Juli, cuyo pundonor es de los que causan asombro y ponen los pelos de punta.
La condición del toro nada tenía que ver con la del resto de la corrida, que se enmarcaba en lo que no sería descabellado calificar de fraude. Corrida fraudulenta era aquello, efectivamente, con unos toros que se caían con sólo mirarlos; con unos toros de bucólica docilidad; con unos toros tan parados y crepusculares que parecían drogados.
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Los inválidos de Enrique Ponce y El Juli propiciaron faenas de pega. Las de Ponce, superficiales e interminables, tal cual acostumbra este torero, que últimamente acentúa la prosopopeya de sus acciones como queriendo dotarlas de una solemnidad magistral. Y según es habitual en su currículo, acaba oyendo avisos, por supuesto enviados con gran retraso. Cortó la oreja del cuarto borrego, tuvo petición en el primero y aviso en los dos.
El Juli capoteó vulgar, banderilleó sin brillantez e intentó una faena imposible al inútil toro segundo, que se desplomaba constantemente. Tras matarlo se le dedicó un respetuoso silencio. Las espadas quedaron en alto y el desquite vendría después.
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La plaza, de todos modos, estaba alborotada, aún bajo la impresión de la valentía y de la pundonorosa entrega de El Juli en el toro anterior, al que hizo un quite por faroles, lo banderilleó poniendo entusiasmo en las reuniones y le echó el resto en la faena de muleta.
El Juli plantó cara al bien armado toro de Torrealta asumiendo los riesgos propios de su aspereza, que se traducía en continuos e inquietantes derrotes, uno de los cuales le alcanzó en la boca de forma escalofriante. Pese al terrible golpe, ni se tocó ni se hizo mirar. Y siguió arrimándose en emotivas tandas de derechazos bravamente rematadas mediante los pases de pecho y los cambios de mano, que pusieron al público en pie.
Dominado el toro, El Juli lo mató por el hoyo de las agujas a volapié neto. Le fueron concedidas las dos orejas y, tras mostrarlas desde el tercio, pasó a la enfermería, con el labio partido, la cara ensangrentada, el paso firme, el honor en lo alto. No cabía duda: ahí iba un torero.

PUES MAESTRO VIDAL, A AÑOS Y KILÓMETROS DE DISTANCIA LE DIGO QUE TODO LO QUE USTED HA CONTADO YA NO EXISTE, AHORA ES PEOR, Y NO ME REFIERO AL LUGAR COMÚN DE LA NOSTALGIA HEGELIANA, SEGÚN LA CUAL TODO TIEMPO PASADO FUE MEJOR, SINO LO CONTRARIO: NI SIQUIERA TENEMOS LUGAR EN L MUNDO. POR EJEMPLO, LE ESCRIBO DESDE UNA CIUDAD SIN TOROS. LARGA VIDA A VIDAL, EN CUALQUIER CASO.