miércoles, 21 de agosto de 2013

Sobre un ridículo toricidio en Bilbao


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La historia es harto conocida: siendo un torero de tirón extraordinario en América, El Juli se negó a torear en Quito tras la abolición de la muerte del toro en el ruedo. La feria cayó en cuestión de un año, rellena de fandis y medios carteles que no atraían al aficionado. El Juli, con la soberbia de un emperador que tiene a América como su patio trasero en invierno, adujo que no toreaba en Iñaquito porque era un matador de toros, y por el mismo motivo se niega a torear en Portugal. ¿Matador de toros? Matador, como vocablo que se diferencia de matarife, asesino, matón y demás, denota a la persona que deja al toro matado antes de que el animal toque tierra, sea doblando o rodado. El toro, antes de morir, está muerto, esa es la acepción ligada al vocablo. Dejar al toro matado, se ajusta a parámetros técnicos y éticos, que parece mentira tener que enumerar para la afición taurina que saca sus pañuelos ante crímenes como el de la foto: matar al toro, colofón del ritual, implica igualarlo o ponerlo en suerte (en decires del siglo XVII, que luego se filtraron a la suerte de varas), marcar los tiempos como manera de colocarse entre las astas, disponiendo la muleta con la mano izquierda alineada al morro del animal, y la espada en la derecha en lo alto; citar con un toque, un grito, un lanzamiento del cuerpo y, fundamentalmente, TOREAR esa embestida del toro con la mano izquierda, evitando la cogida, pues se va ciegamente a los pitones, para lo que es necesario hacer una cruz con los brazos, el derecho estirado, el izquierdo como los travesaños del madero, toreando la embestida del toro hacia  la derecha dándole salida; en la cruz, se debe torear la embestida pero al mismo tiempo clavar la espada en el morrillo en el momento de la reunión, exponiendo el cuerpo; aquí está en suspenso la integridad de ambos cuerpos. Luego, salir hacia el rabo del toro, aunque realmente se llegue hasta el costillar; salir, salir limpiamente, con los dedos untados de la sangre del morrillo, que luego se mostrarán ritualmente en lo alto.

La estocada entonces sirve como una moralidad al demostrar que el torero arriesgó su vida por quitársela al toro: sin exposición, sin riesgo, sin verdad, la estocada sería una matacera injustificable, un sinsentido. Por lo que lo anteriormente descrito se separa radicalmente de lo hecho por El Juli en Bilbao ante un mal toro de El Pilar, y por lo que el llamado Julipie es un ventajismo abusivo donde los haya, cuando el único riesgo para el torero es una ridícula caída: julipie, defendido inmoralmente por rápsodas como José Morente, acto de abuso consistente en matar un toro sin arriesgar un huevo, citando como se pueda, tapando la cara del toro, ciego con la tela, en lugar de torear su embestida (eso hace la supuesta muleta más poderosa del escalafón), salirse de un salto absolutamente de la suerte mientras se vuela lejos de los pitones, y clavar a toro pasado, sin exponer los muslos, los riñones, la arteria femoral ni el hígado ni la vergüenza. La negación de la estocada es El Julipie. No se trata de matar al toro como se pueda, buscando efectos mortales de triste ejecución: una estocada a mitad del costillar deja al toro fulminado en cuestión de segundos, lo mismo que una estocada en el Rincón de Ordóñez lo hace doblar de manera efectiva; pero si ambas cosas, lo mismo que matarlo a tiros desde el burladero, nos resultan repugnantes, es porque la ética de la estocada no depende tanto de la rápida muerte como de la exposición del torero al matar. Si ambas coinciden, el ritual ha tenido un sostén ético en el sacrificio: la muerte expuesta y efectiva. Quiten un elemento, y no es sacrificio digno.

Por lo que también hay que saber diferenciar entre Antonio Ordóñez y El Juli: ambos, tan pésimos en la espada, pero Ordoñez con la vergüenza en la cara para reconocer que lo hecho con los aceros no era lo suyo. En entrevistas y conversaciones con Hemingway, Zumbiehl, Gómez Pin y Vidal, el torero de Ronda reconocía que la muerte del toro era una pena para él, por lo que no se esforzaba en hacerla (cosa también clave para entender la relación ética de sacrificar al toro, y hacerlo bien). En cambio, El Juli abandona Quito sacando pecho como matador de toros, denostando la memoria de Costillares, de Agüero, y se niega apoyar una feria necesitada de su tirón. Luego tira al toro de manera ridícula, y cuando no, se tira él al suelo.